sábado, 28 de abril de 2012

El Fenicio y La Habanera




EL FENICIO Y LA HABANERA

C
uando voy a la playa de Camposoto, me gusta dar un largo paseo en dirección hacia la punta del boquerón; afición que igualmente comparten cientos de isleños, a los que puede vérseles a lo largo de las mañanas domingueras paseando multitudinariamente de una punta a otra de la playa, como si de la mismísima calle real se tratase. Personalmente suelo realizar un exhaustivo reconocimiento de la franja de depósito de la última marea; la intención no es otra que hacerme con piedras y caracolas extrañas –casi siempre minúsculas- que aquella deja sobre la arena. La mayoría de las veces dejo volar mi imaginación durante el rastreo, me imagino que algo parecido les sucederá a esos buscadores de objetos perdidos que se echan a la playa muy de madrugada cargando con su detector de metales, siempre imaginando un pequeño tesoro oculto debajo de la arena; ya saben, alguna cadenita de oro, monedas... Yo suelo soñar que en cualquier momento mi vista tropezará con algún tesoro marino: caracolas con varios cuernos o una de gran tamaño, pero nunca sucede así; no obstante me siento muy agradecido cuando encuentro algún caracol piramidal o alguna concha con su nácar en perfecto estado.
       Un día de esos, mientras paseaba de la mano de Ana, mi queridísima esposa, ambos decidimos subir a una de las numerosas dunas que corren a lo largo de la playa; allí, desde la privilegiada atalaya que nos ofrecía la elevación de la duna saboreamos con gozo el entorno que nos envolvía. Girábamos sobre nosotros mismos cayendo hipnotizados ante la intrigante belleza que nos regalaba el castillo de Sancti Petri y el resto del paisaje… único; ya que puestos al Sur, si se mira al Oeste se ve una impresionante perspectiva de Cádiz; al Sureste queda la punta del boquerón y el islote de Sancti Petri; y luego, si se da la espalda al mar, se aprecia el poblado atunero, Chiclana y la sierra gaditana con total nitidez, destacándose en primer plano, como si se tratase de una fiel admiradora, la villa de Medina Sidonia.

 Pues bien, en un momento que dirigí mis ojos hacia la arena de la playa, mis ojos se fijaron en una botella verde que se asomaba tímidamente por entre las ramas de la marisma, la botella aparecía medio cubierta de escaramujos y bastantes percebes, lo que le confería ese aspecto inequívoco común a todos los objetos que el mar arroja a la playa después de haber permanecido durante años flotando a la deriva. A Ana se le ocurrió que podría ser la típica botella con mensaje dentro. Los dos sonreímos la ocurrencia, pero cuando al fin la tuve entre mis manos, “Sorpresa”, la ocurrencia se había trocado en realidad: la botella tenía un mensaje. Huelga detallar la impresión que el hallazgo causó en nuestro ánimo; al momento comenzamos a barajar algunas posibilidades, por un lado creíamos en la conveniencia de poner la botella en manos de algún experto y por el otro pensábamos que nadie era más merecedor de desentrañar aquel misterio que nosotros mismos. Finalmente nos decantamos por aquella opción y decidimos abrirla.
La botella se asemejaba a las actuales de Cava, pero con el cuerpo más corto y el cuello más largo. El remitente, previsor, la taponó con corcho encerado y luego cubrió toda la boca con lacre. Para poder abrirla sin herir el cristal tuve que echar mano de una escofina fina hasta descubrir el orificio y luego utilicé un sencillo sacacorchos con el que saqué sin problema alguno el tapón. Y por fin, tras volcar el contenido de la botella sobre la mesa grande de la cocina, apareció un escueto rollo de papel descolorido. Solventada la primera impresión de extrema fragilidad que evocaba el rollo pudimos abrirlo y, para nuestra sorpresa, sólo se trataba de un envoltorio que protegía al verdadero documento que constaba de dos folios con un tamaño de doscientos por doscientos veinte milímetros; el primero era una carta de amor y el segundo un poema cargado de nostalgia. La calidad del papel era extraordinaria, de la que sólo se encuentra en algunos libros fechados a comienzos del siglo veinte. El remitente, de nombre Carlos Martín Sorolla, era gaditano y estaba enamorado de una tabaquera mulata de la ciudad de La Habana
.
Carlos había sido uno de los supervivientes de la guerra hispanoamericana de 1898, donde sirvió como teniente de navío a bordo del malogrado crucero Infanta María Teresa. Durante el corto espacio de tiempo en que la flota del Almirante Pascual Cervera Topete estuvo fondeada en la bahía de Santiago, Carlos conoció a una espigada mulata llamada Isabela de la que se enamoró perdidamente. Carlos e Isabela vivieron una historia de amor imposible, de la que sólo quedó dolor y una hija que jamás llegó a ver.
El día 3 de Julio de 1898, el almirante Cervera movilizó su bloqueada flota por petición expresa del gobierno y, a consecuencia de ello, sus buques fueron diezmados sin misericordia. Carlos fue milagrosamente rescatado y pasó a formar parte de los prisioneros que tres meses más tarde fueron repatriados a España. Pero a Carlos sólo le dolía el corazón y en varias ocasiones intentó fugarse; tal era su desesperación que, en uno de aquellos intentos de fuga golpeó con una piedra en el cráneo a un oficial español que fumaba en la oscuridad de la noche provocándole la muerte instantánea. Aquello fue un accidente, pues Carlos pensó que golpeaba a un centinela yanqui. Sin embargo nadie lo entendió así; todos pensaron que había sido una venganza o algo similar. El crimen le supuso a Carlos un consejo de guerra que le condenaba a prisión de por vida; y así, en noviembre de 1898, Carlos ingresó en el penal militar sito en el castillo de San Sebastián, en Cádiz. Desde allí lanzó la botella que nunca llegaría a su destino.
En el verano del año 1998, un pariente mío decidió pasar unos días de vacaciones en Cuba. Yo aproveché la ocasión para entregarle los dos documentos, con la esperanza de encontrar con vida a la hija de Isabela, mas las pesquisas resultaron infructuosas y los documentos de Carlos regresaron a España. Desde aquel día ocupan un lugar de privilegio en mi librería, y a menudo, cuando me siento deplorablemente superficial no dudo en acudir a leer el poema que Carlos envió a Isabela…
 Un poema cargado de nostalgia y amor:

El Fenicio y La Habanera:

Con la mirada nostálgica fija en el mar,
vuela el desconsuelo del triste Fenicio.
El enamorado que no pudo salvar,
a la perla negra del vano suplicio.
Llora...
Y sus lágrimas mielan oro en aquel malecón.
Aspira...
Y del Caribe bebe susurros de savia pasión.
¡Ay! negra tabaquera de La Habana,
de oliva mulata y son guaguancó.
Rea del hombre, del agua y del fuego.
Cimbreante caña salpicada de Ron.

Mi corazón en el Sol de la mañana,
navega sin yerro al lugar que soñó.
Donde por preso de amores juego,
sus latidos ahogó entre azúcar y son.

Con la mirada nostálgica fija en el mar,
vuela el desconsuelo del triste Fenicio.
El enamorado que no pudo salvar,
a la perla negra del vano suplicio.

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